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Otra vez Wagner

Al igual que Nietzsche, el fervoroso discípulo que luego renegó de él, muchas de sus obras admiten lecturas fascistas y antifascistas, lecturas burguesas y anarquistas, lecturas homófobas y homosexuales, lecturas machistas y feministas.

30/06/2023 11:41 h

Otra vez Wagner

Al igual que Nietzsche, el fervoroso discípulo que luego renegó de él, muchas de sus obras admiten lecturas fascistas y antifascistas, lecturas burguesas y anarquistas, lecturas homófobas y homosexuales, lecturas machistas y feministas.

Probablemente ningún otro artista en la historia haya sufrido más estigmas ni malentendidos que Richard Wagner, el gran compositor alemán que se consideraba a sí mismo poeta, dramaturgo y pensador antes que músico, pero cuya música transformó por completo el arte sonoro durante el pasado siglo. La asociación que establecieron los jerarcas nazis -y en particular Adolf Hitler- al señalarlo como emblema cultural supremo del Tercer Reich lo manchó para siempre con el horror de los campos de exterminio hasta el punto de que hoy, casi un siglo después, el veto contra Wagner sigue vigente en Israel pese a los intentos heroicos de directores de orquesta como Zubin Metha o Daniel Barenboim para derogarlo. Woody Allen proclamó el absurdo de ese falso parentesco con un chiste definitivo, cuando en Misterioso asesinato en Manhattan (1993), escapaba de la ópera mientras le decía a Diane Keaton: “No puedo escuchar tanto Wagner, me dan ganas de invadir Polonia”.

Otra vez WagnerEl malentendido, sin embargo, continúa, cuando uno cae en la cuenta de que el Grupo Wagner -la organización paramilitar de origen ruso que acaba de protagonizar un delirante conato de rebelión en la guerra de Ucrania- se llama así precisamente por el fervor melómano de uno de sus fundadores, Dmitry Utkin, aunque el nombre parece responder más bien a la simbología nazi con que se adornan muchos de sus mercenarios. Desde que Francis Ford Coppola utilizara la Cabalgata de las valquirias en la formidable secuencia del ataque de los helicópteros de Apocalypse Now (1979), la música de Wagner permanece indisolublemente ligada a la brutalidad y al caos de la guerra. En realidad, la conexión wagneriana ya estaba en el libreto original de la película, obra de un guionista genial, John Milius, un judío estadounidense obsesionado por las armas. Mucho tiempo atrás, en la segunda década del siglo XX, alguien tan poco sospechoso de militarismo como Marcel Proust hace una referencia directa a las valquirias en un pasaje de El tiempo recobrado en el que narra un combate aéreo sobre París.

En su monumental ensayo Wagnerismo, Alex Ross dedicó diez años de su vida y casi mil páginas a rastrear la enorme influencia del compositor alemán en todos los terrenos, desde la música, la poesía y la novela al teatro, el ballet, la pintura y la política. El resultado es, como poco, contradictorio, ya que Wagner -una encrucijada de culturas y un demiurgo incomparable- resulta un verdadero pozo de ambigüedad. Al igual que Nietzsche, el fervoroso discípulo que luego renegó de él, muchas de sus obras admiten lecturas fascistas y antifascistas, lecturas burguesas y anarquistas, lecturas homófobas y homosexuales, lecturas machistas y feministas. El propio Wagner alimentó en vida esa dualidad esencial, cuando pese a sus manifiestos antisemitas y su declarado odio al judaísmo en la música, eligió al director de orquesta Hermann Levi -que más judío no podía ser- para el estreno absoluto de Parsifal en Bayreuth.

«Probablemente ningún otro artista en la historia haya sufrido más estigmas ni malentendidos que Richard Wagner, el gran compositor alemán que se consideraba a sí mismo poeta, dramaturgo y pensador antes que músico, pero cuya música transformó por completo el arte sonoro durante el pasado siglo.»

He leído docenas de libros sobre Wagner, empezando por los ensayos de Thomas Mann -uno de los primeros exiliados del nazismo, por cierto-, y el de Alex Ross los engulle a todos, aunque la sombra del hechicero de Bayreuth es tan inmensa que incluso a él se le ha escapado alguna referencia curiosa. En Ravelstein, la última novela de Saul Bellow, encontré este pasaje delicioso: “Me interesó mucho saber que Keynes consideraba a Wagner directamente responsable de la Primera Guerra Mundial. «Es evidente que la concepción que el Káiser tenía de sí mismo estaba conformada en ese aspecto. ¿Qué era Hindenburg sino el bajo y Ludendorff el tenor gordo de una ópera wagneriana de tercera categoría?»”

Una verdadera lástima que a Wagner se le recuerde por sus connotaciones bélicas o sus lamentables opiniones políticas en lugar de por el océano insoportablemente hermoso de su música. Que se le evoque por la guerra y no por el amor, un sentimiento sobre el que levantó catedrales. Que un grupo de mercenarios que han combatido en Sudán, Siria, la República Centroafricana, Mali, Mozambique y Ucrania lleve el nombre de Wagner no es más que una anécdota, un equívoco, uno más, igual que Hitler escuchando la marcha de Rienzi en un gramófono. Lo cierto es que la única vez que estuvo a punto de renunciar a su obra fue durante la revolución de 1848, cuando luchaba “en favor de un mundo en que la felicidad y la justicia tuvieran derecho de ciudadanía”. Lo cuenta Arnoldo Liberman en uno de los libros más bellos escritos sobre el gran compositor alemán, Wagner, el visitante del crepúsculo. “No hagamos -remata Liberman-, silenciando su música, que ese mundo sea definitivamente imposible”. Siempre me fascinó la leyenda que me contaron una vez, cuando Wagner, con treinta y cinco años, estaba en Dresde, en plena insurrección armada, lanzando desde lo alto octavillas contra el rey Federico Augusto II de Sajonia. Alguien le advirtió de que podían pegarle un tiro y respondió: “¿A mí? Yo soy inmortal”.

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