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Chile 1973: Casa de Campo

Acaso Donoso no encontró un mecanismo más eficaz para acercarse a la realidad inconcebible de los torturados y desaparecidos que una novela que se cuestiona a sí misma a cada página.

08/09/2023 17:14 h

Chile 1973: Casa de Campo

Acaso Donoso no encontró un mecanismo más eficaz para acercarse a la realidad inconcebible de los torturados y desaparecidos que una novela que se cuestiona a sí misma a cada página.

En el subgénero de las novelas de dictadores latinoamericanos hay unas cuantas obras maestras incontestables: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos; El recurso del método, de Alejo Carpentier; El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias; El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez. Quizá Tirano Banderas, de Valle-Inclán, sea el antecedente de todas ellas, y quizá la más extraña de todas sea Casa de campo, del chileno José Donoso. En primer lugar, porque no hace referencias explícitas al golpe de estado de Pinochet –que es el verdadero trasfondo histórico de la narración— y en segundo lugar, por su apariencia descaradamente alegórica. En principio, la alegoría no suele dar buenos resultados en el difícil arte de la novela, pero Donoso consigue página a página, frase a frase, el milagro de levantar el espanto de la dictadura chilena bajo el ropaje de una fábula monstruosa.

Para un gran escritor –y a mediados de los setenta, tras la publicación de su monumental El obsceno pájaro de la noche, Donoso se encontraba en la cúspide de su poderío—, los personajes, las perspectivas, el espacio y el tiempo no son más que hipótesis, conjeturas y herramientas de trabajo. De este modo, la narración transcurre en un lugar imaginario llamado Marulanda, durante un momento impreciso del siglo XIX, en el interior de una lujosa mansión en medio del campo sobre la que pende la incierta amenaza de unas tribus indígenas. Media docena de potentados dejan a sus hijos a cargo de los sirvientes para disfrutar de un día de excursión: un día que en el enorme caserón de los Ventura se transforma en un año: un año de pesadilla en el que los chavales se divierten entre travesuras, mascaradas y juegos eróticos hasta que los criados toman el lugar a sangre y fuego.

No es difícil establecer unas simples correspondencias entre la fábula y la realidad. Marulanda es Chile. Los Ventura representan a la oligarquía chilena que pretende vender sus posesiones a unos extranjeros pelirrojos: los empresarios estadounidenses. Los indígenas falsamente acusados de antropofagia serían los guerrilleros comunistas. Adriano Gomara, el único adulto que queda en la mansión, encerrado en una torre a causa de un episodio de locura, parece un trasunto de Salvador Allende intentando formar una especie de alianza con los nativos. El impasible Mayodormo y sus feroces huestes de criados simbolizan a Pinochet y el ejército golpista mientras que los niños aterrorizados, desesperados, golpeados y masacrados encarnan a la sociedad chilena en su conjunto.

«No es difícil establecer unas simples correspondencias entre la fábula y la realidad. Marulanda es Chile. Los Ventura representan a la oligarquía chilena que pretende vender sus posesiones a unos extranjeros pelirrojos: los empresarios estadounidenses.»

Por supuesto, la novela va mucho más allá de este burdo paralelismo, un esqueleto de correlaciones fácilmente verificable en la fecha con que concluye el manuscrito: “Calaceite - Sitges - Calaceite. 18 de septiembre 1973 – 19 de junio 1978”. Es decir, la escritura se inicia en Calaceite (el pueblecito de Teruel donde se exilió voluntariamente Donoso junto a su esposa) justo una semana después del golpe de estado que derrocó el gobierno democrático de Salvador Allende. Ese esqueleto simbólico no sería más que un fósil sin los órganos, los músculos, la carne y la piel que lo revisten, una transustanciación literaria en que la alegoría revienta de vida gracias a una serie de deslumbrantes artificios.

El más llamativo de esos artificios consiste en la alternancia de dos narradores: uno en tercera persona que parodia al narrador tradicional decimonónico (“Aquí el novelista debe detenerse para explicar a sus lectores…”) y otro que se disfraza bajo la voz del propio Donoso y que constantemente nos recuerda el carácter ficticio del texto que estamos leyendo. La novela avanza como un espectáculo de magia en el que el mago, al mismo tiempo que nos fascina entre naipes que desaparecen y mujeres serradas por la mitad, nos estuviera revelando paso a paso cada truco. Lejos de anular ese pacto que se conoce “suspensión de la incredulidad del lector”, ese distanciamiento autoconsciente multiplica el efecto catártico de la ficción: una fantasía aterradora que esconde también una meditación sobre los mecanismos de poder y una denuncia política en toda regla. En su ensayo The literature of exhaustion, el gran escritor estadounidense John Barth declaraba a Casa de campo una de las cimas del posmodernismo, alabando la capacidad del genial novelista chileno para mantener en pie el espejismo alucinante de su narración a medida que lo va desmontando.

Acaso no haya otro modo de relatar la trágica historia de Latinoamérica que la fábula. Acaso Donoso no encontró un mecanismo más eficaz para acercarse a la realidad inconcebible de los torturados y desaparecidos que una novela que se cuestiona a sí misma a cada página. Acaso la ficción sea la única forma honesta de contar la verdad cuando la verdad parece mentira.

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