Image

El peligro de ser narrada y el peligro de narrar

David Torres no ha pretendido, me parece, rescatar la biografía de Sonja Graf del limbo de espectros ilustres, ni tallar otra muesca en la culata de nuestra vergüenza de opresores, nuestra mejor y más cultivada habilidad, si bien es cierto que ambos objetivos están cumplidos con creces en esta novela.

13/09/2023 11:50 h

El peligro de ser narrada y el peligro de narrar

David Torres no ha pretendido, me parece, rescatar la biografía de Sonja Graf del limbo de espectros ilustres, ni tallar otra muesca en la culata de nuestra vergüenza de opresores, nuestra mejor y más cultivada habilidad, si bien es cierto que ambos objetivos están cumplidos con creces en esta novela.

David Torres
La mujer que no entendía el mundo
Pasión y sombra de Sonja Graf
Madrid, Reino de Cordelia, 2023

Ni los creadores de la serie Gambito de dama ni Walter Tevis, autor de la novela en que se basó aquella, mencionaron, por lo que sé, a Sonja Graf, jugadora que brilló a mediados del pasado siglo, como uno de los modelos empleados para crear a Bett Harmon; émulos del doctor Frankenstein, utilizaron retazos de Judith Polgar, de Fisher, de Capablanca… para componer su criatura, mientras que la mujer de carne y hueso y jugadora de ajedrez cuya peripecia tanto se asemejaba a la que querían revivir permanecía en la penumbra de la irrealidad en que ella misma había logrado encerrarse.

Alemana de nacimiento, huida de la casa familiar para escapar de las palizas de su padre y de Alemania para evitar la tela de araña del nazismo, bebedora empedernida, bisexual, acostumbrada a vestir ropa de hombre, dueña de un lenguaje procaz y de una independencia de espíritu completamente inadecuados para una señorita que se precie, Sonja Graf fue uno de esos gritos que las mujeres han lanzado a lo largo de la historia, hartas de que las palabras pronunciadas con corrección no hayan servido de nada. Supo medirse a los mejores de su época y dejó en el tablero partidas que los expertos analizarán durante décadas; aceptó la tragedia que supone el ejercicio radical de la libertad, la misma que nos deja a tantos en casa, pensando con Felipe, el amigo de Mafalda (y con algún otro Felipe que aún nos asusta) que entre vivir de rodillas y morir de pie, siempre se puede subsistir sentado; se deshizo de todas las metáforas con que hemos inundado el tablero para hacer de las piezas extensiones de sus nervios; escribió dos libros, en español mal digerido que a nadie se le ocurrió corregir en Argentina, donde fueron editados, con los que quizás quisiera reivindicarse, aunque puede que su auténtica pretensión fuese reclamar la incomprensión que toda persona merece cuando por fin deja de ser un estereotipo, una causa, una consecuencia.

Por supuesto, en Wikipedia hallará el curioso lector información puntual y pertinente (más lo uno que lo otro) acerca de la ajedrecista.

David Torres no ha pretendido, me parece, rescatar la biografía de Sonja Graf del limbo de espectros ilustres, ni tallar otra muesca en la culata de nuestra vergüenza de opresores, nuestra mejor y más cultivada habilidad, si bien es cierto que ambos objetivos están cumplidos con creces en esta novela. Pero, más allá del encuentro con Sonja Graf y nuestras contradicciones (al fin y al cabo, quien nos escandaliza es quien ha dejado atrás sus dudas), barrunto que el auténtico propósito de este libro es confrontar la narración con la imposibilidad de narrar. En una cafetería californiana, Sonja desgrana su vida y su juego ante Elsa, que se ha presentado como guionista interesada en escribir una película biográfica.

Poco más sabemos de ella salvo, así lo indica Torres en el prefacio, que es un personaje inventado. Y es un personaje falso, literario, el que articula y recibe el relato real de un personaje histórico. La primera frase de la novela golpea la convención que se acepta implícitamente al abrir un volumen:
La imagino al amanecer -dice Elsa- apoyada en la pasarela de popa…

Asistiremos, pues, a lo que la ficción imagina de la realidad. Lo inventado declara abiertamente que va a intervenir en lo que sucedió. Lo histórico lo es porque se pronuncia en un discurso fingido. Sonja, personaje, va a hablar ante Elsa, erigida en narradora porque ha leído lo que el personaje escribió.

«Supo medirse a los mejores de su época y dejó en el tablero partidas que los expertos analizarán durante décadas; aceptó la tragedia que supone el ejercicio radical de la libertad, la misma que nos deja a tantos en casa, pensando con Felipe, el amigo de Mafalda (y con algún otro Felipe que aún nos asusta) que entre vivir de rodillas y morir de pie, siempre se puede subsistir sentado.»

He escrito unas líneas más arriba que la condición para jugar al ajedrez es acabar con las metáforas que el tablero inspira. Y no es un tablero la cafetería en que ambas conversan, con sus paredes pobladas por fotografías de actores, el cuarto de baño al que ambas van tras un silencio que no hallan, y ese ventanal ominoso que las separa del exterior sin llegar a ser espejo ni punto de fuga. Ni siquiera el tablero desquiciado de Cortázar cuyo centro, el codiciado centro de las aperturas, puede estar en cualquier punto o, incluso, fuera de él. Tampoco Elsa y Sonja son piezas ignorantes de quien las mueve. Su identidad está clara: son mujeres, lo que históricamente, supone poseer una identidad perversa que los espejos no resuelven; ni siquiera el espejo de la narración.

Quizás por eso esta novela no intenta remediar, ni siquiera remedar, la contradicción que supone necesitar para cada cual un relato en el que nadie terminará por encontrarse, sino incidir en tal desacorde: quienes nos narran construyen nuestra falsedad esencial: la identidad es nuestro enemigo histórico, y solo cuando se quiebra podemos vislumbrar la libertad, eso que está hecho de voces y que duele porque alguien, ajeno o no, decidió que debe doler.

Y escribirlo, tal y como está escrito, no es cuestión de oficio, sino de talento.

De muchísimo talento.

Te puede interesar
Te puede interesar