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Orange is the new Green

La ultraderecha, ya lo sabemos, es el brazo político del gran capital. ¿Pero qué hacemos con los turras que defienden a la multinacional? ¿Qué hacemos con los victimistas que lloran por la “dictadura woke” mientras legitiman los discursos de odio?.

11/07/2023 10:00 h

Orange is the new Green

La ultraderecha, ya lo sabemos, es el brazo político del gran capital. ¿Pero qué hacemos con los turras que defienden a la multinacional? ¿Qué hacemos con los victimistas que lloran por la “dictadura woke” mientras legitiman los discursos de odio?.

Hace ya casi tres meses que el Ministerio de Consumo sacó adelante en el Congreso la nueva ley de atención al cliente y ahora, cuando escucho que Feijóo tiene en mente “derogar el sanchismo”, imagino que los comerciales de Vodafone volverán a disponer de manga ancha para sacarnos de quicio a la hora de la siesta. Los empleados de los servicios telefónicos pasan por ser los personajes mitológicos más odiados de nuestra época hasta que hacemos un esfuerzo de empatía y entendemos que sus salarios y sus condiciones laborales son mucho más detestables que las molestias que nos provocan. No odiamos al currela; odiamos a Vodafone.

Cuesta poco imaginarlos apretados en centralitas sofocantes, dispuestos en hileras como en una cadena de montaje, con turnos insensatos y descansos poco reparadores. Muy a menudo son mujeres malpagadas que terminan con patologías foniátricas y cuadros de ansiedad. Muchas veces trabajan para empresas deslocalizadas, arrumbadas a países de legalidades laxas —laxas para los empresarios y estrictas para los trabajadores—. El pasado mes de junio, una empleada del Grupo Konecta BTO falleció en plena faena. Los sindicatos aseguran que el resto del equipo tuvo que continuar atendiendo llamadas al lado de la compañera muerta.

Hace ya casi diez años, Vox nació para poner sus siglas al servicio de las grandes corporaciones. A pesar del favor que le estaban prestando los medios, un partido liderado por marqueses debía tener a la fuerza un techo electoral. No es posible ganar las elecciones tan solo con el voto de los aristócratas y los patronos. Hacía falta camelar a la clase trabajadora y crear un ejército de esclavos felices que respaldara sus posiciones. Hacía falta, en definitiva, oponer la identidad obrera a cualquier demanda emancipatoria. Recordad el día en que Macarena Olona visitó un andamio para pedirle a dos albañiles que arremetieran contra el feminismo y contra Irene Montero.

«Estos días, con el traspiés de Orange, los caniches de la cultura de la cancelación se han llevado las manos a la cabeza igual que una versión cutre y sobreactuada de El grito de Edvard Munch.»

El otro día, las redes sociales multiplicaron un vídeo en el que una mujer responde a las preguntas de un periodista en mitad de la calle. La señora, votante entusiasta de Vox, resume el ideario ultra en unos pocos principios fundamentales: “inmigración solo legal, los que sean ilegales a tomar por saco, déjate de abortos con menores, los putos okupas, el cambio de sexo…”. No hay rastro de demandas laborales porque ni Vox ni la entrevistada defienden los intereses de la clase trabajadora sino el lucro ilimitado de los empresarios. Alguien tuvo buen ojo e identificó a la susodicha como Diana Carpio, directiva de Orange.

El caso es que la empresa telefónica reaccionó demasiado tarde y trató de apagar el fuego con un chorretón de gasolina. La opinión de un empleado, decía Orange en Twitter, no representa a nuestra compañía. Si uno lee la palabra “empleado” en boca de una transnacional, tal vez imagine a Diana Carpio en una centralita de atención al cliente, sometida al látigo de un gerente despiadado, condenada a salarios de vasallaje y sujeta a la amenaza del despido por su filiación sindical. La cuestión es que Carpio no es una obrera precaria de la compañía sino su Trade Marketing Manager. Me temo que nunca necesitará un sindicato.

El idilio de los gigantes de comunicación y la extrema derecha no es un asunto nuevo. En 2021, varios trabajadores de Movistar+ denunciaron lo que ya era un secreto a voces: que los directivos ejercían una censura leonina sobre los contenidos de humor. La polémica saltó después de que Hermann Tertsch difundiera un bulo sobre el programa de Broncano y la compañía decidiera agachar la cerviz y pedir disculpas. “Muchos chistes sobre Vox mueren en los despachos”, revelaba Facu Díaz. “Movistar me echó porque le resultaba incómodo”, añadía Bob Pop.

Hace ya más de tres años, Vox tomó la determinación de intervenir en los contenidos de la cadena porque no le gustaba el cariz que estaban tomando sus programas de entretenimiento. “¿Saben los accionistas y los clientes de Telefónica que esa empresa está demonizando y criminalizando a media España a través de sus canales en Prisa o en Movistar?”, decía Santiago Abascal en 2020. Poco después, El Confidencial publicaba que el líder ultra se había reunido con el presidente de Telefónica, José María Álvarez-Pallete, con el objetivo de apaciguar las críticas que recibía en pantalla. El encuentro fue mano de santo.

Estos días, con el traspiés de Orange, los caniches de la cultura de la cancelación se han llevado las manos a la cabeza igual que una versión cutre y sobreactuada de El grito de Edvard Munch. No les gusta que tantos clientes de la compañía hayan dicho adiós muy buenas. La libertad de mercado ya no resulta tan conveniente. La ultraderecha, ya lo sabemos, es el brazo político del gran capital. ¿Pero qué hacemos con los turras que defienden a la multinacional? ¿Qué hacemos con los victimistas que lloran por la “dictadura woke” mientras legitiman los discursos de odio? No les deseo ningún mal, pero ojalá los comerciales de Vodafone continúen arruinándoles la siesta.

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