Felipe VI
ALCALÁ DE HENARES (MADRID), 10/05/2023 // EFE/Zipi POOL

¿Monarquía o democracia? República

El Estado sigue siendo un campo de disputa entre la oligarquía borbónica y la mayoría social de nuestro país

14/04/2023 12:06 h

¿Monarquía o democracia? República

El Estado sigue siendo un campo de disputa entre la oligarquía borbónica y la mayoría social de nuestro país

La monarquía es una institución obsoleta. No hay nada más antidemocrático, patriarcal y anacrónico en nuestros días pero sabemos que recordar esto, por desgracia, no es suficiente. En estas líneas queremos ir un poco más allá y mostrar que, además de sostenerse sobre un elemento hereditario ajeno a cualquier elemental principio democrático, la Corona española ha ejercido un papel clave en su intento permanente de mantener un Estado finca, un Estado patrimonial que se asemeje a un coto vedado a la democracia y a la soberanía popular y que ha tenido una permanente contestación por una buena parte del pueblo español. 

Cuando hablamos de la necesidad de acabar con la Corona como piedra angular y sustento de la Jefatura del Estado en la figura del rey, no nos referimos únicamente a la aberrante falta de democracia que demuestra el hecho de que el principio sucesorio sea su razón de ser, algo de por sí anacrónico, medieval e incomprensible; hablamos, además de todo ello, de una concepción del Estado que consideramos alejada del significante España y podríamos delimitar en torno a la propia Casa de los Borbones y sus partidarios, y que incorpora de serie todos los dispositivos de poder y de Estado profundo, ensayados y perfeccionados hasta la fecha. Esta corte no es ni ha sido capaz de representar a una mayoría social que ansiamos la democratización del Estado, pero se ha aferrado históricamente a una institucionalidad antidemocrática, corrupta, autoritaria e incluso, cuando las circunstancias las juzgaban complicadas, dando paso a periodos dictatoriales. 

Cúpula histórica de la reacción
La historia de los Borbones supone un ejercicio continuo del poder irresponsable y omnímodo y está repleta de episodios irrepetibles, como la traición a los liberales de Fernando VII tras haber jurado la Constitución de 1812; el juicio en el Congreso a María Cristina, incluidos sus negocios esclavistas; el establecimiento de una dictadura con Alfonso XIII que después los militares perfeccionaron hasta el exterminio sistemático de una parte de españoles con la llegada de Franco; o la continuidad de Juan Carlos con este dictador, que le educó y le permitió reinar tras casi cuarenta años de regencia de carácter fascista y nacionalcatólico. Esta misma historia de los Borbones, en idénticos años y con los mismos pasajes, nos reporta innumerables episodios de corrupción desde el siglo XIX hasta nuestros días.

La Corona española, en su razón de ser, supone la mejor síntesis de lo que implica un principio hereditario, jerárquico y antidemocrático -al margen de sus continuas prácticas corruptas y su afición por engrandecer su patrimonio con lo que le es ajeno-. Una concepción patrimonial, vasallática, feudal del Estado como órgano desde el que ejercer el poder. Podemos ponerle un nombre representativo a su reino: Borbonia.

Sin embargo, esta pulsión reaccionaria no ha sido hegemónica ni única en nuestro país. Debajo de tanta opresión y monopolio de la violencia ha subsistido una pulsión democratizadora dentro del pueblo español que ha mantenido una tensión permanente con los sectores reaccionarios. Hablamos, así, de dos principios en colisión permanente: el monárquico y el democrático.

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Dos siglos tensando las instituciones
La mera existencia de la monarquía sitúa a España como una anomalía histórica y democrática en Europa. Al revés de lo que sucedía a comienzos del siglo XX, en este siglo XXI son una minoría los países que continúan sometidos a esta forma de gobierno. Al mismo tiempo, si hay algo que caracteriza a la Historia contemporánea de España, desde Fernando VII hasta nuestros días, es la capacidad de las élites cortesanas de garantizar sus intereses o, si esto no era posible, de tensar las instituciones y retorcerlas hasta lograr su propósito: en esencia, este fue siempre el mismo y consistía en mantener a un país en la ignorancia, el rentismo y la sumisión. Todo por España, pero sin España; un feudo, un cortijo, una corte de súbditos que no pudieran levantarse del suelo que pisaban los Borbones. Y todo ello, además, con el robo y la ausencia de escrúpulos permanente sobre cualquier principio ético o democrático. Siempre al margen de la ley, por encima del resto.

En todo caso, la tensión entre los principios monárquico y democrático ha sido una constante y la primera y la segunda Repúblicas son dos ejemplos de cómo las cosas podían dar un giro inesperado para el establishment borbónico: hablamos de sendos momentos -breves- en los que el pueblo consiguió variar la dirección de la Historia; dos momentos en los que las lógicas fueron otras, antagónicas a su reinado, complejas; democráticas. Con avances sociales incuestionables, entre ellos el sufragio universal. Por ello, y sobre todo nos referimos a la segunda, el movimiento reaccionario, monárquico radical, se levantó a través de sus militares y contó con los poderosos aliados fascistas internacionales. La dictadura de Primo había supuesto años antes un primer intento parapolicial de acabar con una pulsión democrática entre ambas repúblicas y el empuje transformador del movimiento obrero pero, a todas luces, no había resultado suficiente. La mucho más larga dictadura de Franco se convirtió en el perfeccionamiento de la máquina que acabó con una parte de la población cuya mera existencia suponía un obstáculo para su propósito de construir una sociedad sin libertad ni justicia social, a la medida de una oligarquía parásita que entendió el estado franquista como un mecanismo de extracción de rentas, a través de un corrupción sistemática que contaminó el estado.

En cualquier caso, y teniendo en cuenta la batalla internacional aliada contra el nazismo que tuvo su cénit en 1945, conviene recordar aquí que los Borbones nunca se alinearon del lado de la democracia o, cuando menos, del antifascismo liberal que defendieron británicos y norteamericanos al final de la Segunda Guerra Mundial.  


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Las conquistas de nuestro pueblo
Todavía hay quien piensa que fueron los propios Borbones los que trajeron la democracia a España después de la muerte de Franco. Nada más lejos de la realidad.

Cuando pensamos en todos los derechos que, con más o menos suerte, se reconocieron en la Constitución de 1978, tenemos que recordar en este punto a los millares de compatriotas que se jugaron el tipo -y muchos dieron la vida- para defenderlos. Cuando hablamos de la tan manida Transición democrática, nosotros establecemos su punto de origen en la ‘Huelgona’ de 1962 en Asturias, en un 15 de mayo de ese año que precedió en muchas décadas al que luego se ha hecho universal, pero que no por ello fue menos importante. Tenemos que ser capaces de poner en valor las conquistas sociales que hizo nuestro pueblo; primero porque pusieron el cuerpo ante detenciones y violaciones de los derechos humanos; y segundo, porque no hacerlo supondría regalarle el relato a una Corona que se encontraba en esos años en pleno proceso de recomposición y validación de una dictadura regente que le había asignado su nuevo papel como sucesora y mantenedora de un statu quo carente de democracia.

Y es que, a la vez que destacamos la importancia de las conquistas de nuestro pueblo en cuestiones tan relevantes como los derechos a la libre reunión, a la huelga o a la libertad de expresión, en el tintero se quedaron otros muchos en clave social, económica y plurinacional, al tiempo que el régimen franquista pudo blindar determinadas estructuras de poder -económico, político y judicial, entre otros- de las que aún nos resentimos en pleno siglo XXI. En cualquier caso, el pacto constitucional supuso un avance con arreglo a lo anterior y un acuerdo, aunque fuese un acuerdo injusto, que fue incumplido posteriormente por el propio régimen de 1978. 

No vamos a extendernos demasiado en lo que vino después: una continua legitimación de la Corona, ya fuese con su lavado de cara final tras el infructuoso golpe de 1981, en el que subyace su papel; hasta su afianzamiento como una supuesta opción democrática -pero nunca votada más allá del todo o nada de 1978- de la mano de un PSOE monárquico y juancarlista repleto de neoliberalismo, ETT, grandes eventos y renuncias. También, ya en el nuevo milenio, de reformas de la Constitución con toda la nocturnidad posible.

Ante la encrucijada
La crisis de 2008 supuso mucho más que un incontestable revés económico para la economía y para muchas familias de nuestro país. El terremoto financiero internacional, con consecuencias en las entrañas de todo nuestro sistema financiero, conllevó en la práctica el inicio del fin del dominio de la aristocracia económica que ha venido dominando el país, al menos, durante los últimos dos siglos. La vieja oligarquía patrimonial histórica, que tenía en el rey Juan Carlos a su mejor embajador, se vio comprometida por primera vez y necesitó de capital extranjero para poder seguir siendo competitiva. Ese, y no otro, era el contexto. A pesar de todos los recortes y de la crisis de representación.

Y llegó el 15M. Una nueva forma, en esencia republicana, de empezar a mirarnos y a  encontrarnos. Las plazas se llenaron, luego las vaciaron, y de todo ello salió algo hermoso de lo que Podemos ha resultado ser una valiosa herramienta político-electoral para las clases populares, a pesar de todos los vendavales ocurridos desde su surgimiento en 2014. Fruto de todo ello ha sido el hecho, trascendental, de que entrase a formar parte del Gobierno Unidas Podemos, un espacio democrático, republicano, feminista y popular. Rompimos una cláusula, un techo de cristal, un modismo, que tenía 80 años de vigencia. Unidas Podemos, en todo caso, no llegó solo al Gobierno: lo hizo codo con codo con muchas expresiones de los movimientos populares e hizo suyas y dio alas a sus reivindicaciones. Nadie quiere imaginar cómo habría sido otra gestión de los efectos de la pandemia. Y nadie cuestiona, más allá de manipulaciones mediáticas, los avances en derechos feministas que han venido de la mano de este espacio político. De hecho, lo que ha dotado de sentido a esta fase impugnatoria de la Historia ha sido la importancia del movimiento feminista o el de los pensionistas, esforzados ambos en marcar un camino de reivindicación y de un avance social incontestable.

Sin embargo, la lucha de principios siempre ha sido una constante y la reacción también ha movido ficha. Esta fuerza monárquica, machista y neoliberal la encarnan Isabel Díaz Ayuso o la extrema derecha de Vox, el régimen nacido del transfuguismo de Tamames en el Ayuntamiento y de Tamayo en la Comunidad de Madrid. Con un breve paréntesis gracias al impulso popular del 15M que propició el gobierno municipalista de Ahora Madrid, solo la falta de visión política de Carmena y Errejón hizo que un personaje detestable como Martinez Almeida pudiera llegar a ser alcalde.

¿Monarquía o democracia? República

ALCALÁ DE HENARES (MADRID), 10/05/2023. // EFE/Zipi POOL

Su desafío nos interpela directamente: estas nuevas versiones del partido monárquico radical de los años treinta quieren que todos los avances logrados desde 2015 pasen a ser derogaciones de leyes y un vacío histórico: trabajan para el viejo orden oligárquico. En cualquier caso ya solo hablamos de los patrones, porque los fondos buitre ahora son los dueños de la hacienda. La vieja oligarquía patrimonial no tiene proyecto de país y eso provoca una grave crisis en la institución que representa sus intereses en el Estado sin presentarse a las elecciones: la Corona.

Esa oligarquía y la mayoría social han protagonizado -y lo siguen haciendo- la tensión entre principios monárquico y democrático. El Estado se ha convertido en un campo de disputa entre los intereses de las mayorías sociales y los de una minoría privilegiada que piensa que es suyo . Nos hallamos en plena encrucijada de caminos y no nos queda otra que avanzar en el camino de la democratización de la sociedad y del Estado, de todas sus magistraturas, empezando por el poder económico, el poder mediático, el poder judicial y, por descontado, sin olvidar la superación de la Corona. La evidente contradicción entre monarquía y democracia se puede resolver solo con una palabra: república

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