Image
EFE / Javier Etxezarreta.

La cosa más obvia del mundo

En los momentos de desorientación toca repetir lo evidente: si la izquierda política abandona las calles, las plazas, los centros de trabajo y las asambleas estudiantiles, se expone a llegar a las elecciones como un estudiante que rindiera un examen sin haber abierto un libro durante todo el curso.

30/05/2023 11:09 h

La cosa más obvia del mundo

En los momentos de desorientación toca repetir lo evidente: si la izquierda política abandona las calles, las plazas, los centros de trabajo y las asambleas estudiantiles, se expone a llegar a las elecciones como un estudiante que rindiera un examen sin haber abierto un libro durante todo el curso.

El pasado domingo seguí la noche electoral vasca en las pantallas de ETB y acudí al teléfono solo para conocer de primera mano el escrutinio de algunos pueblos a los que me ata algo más que la curiosidad o la simpatía. Muy de vez en cuando me llegaba algún comentario preocupado de mis amigos de Madrid, el País Valencià o Andalucía, e incluso llegué a ver imágenes de caras largas pero no tuve noticia de los resultados hasta mucho más tarde. Estuve tan pegado al terreno local y tan apartado de las redes sociales que apenas supe advertir la dimensión de la catástrofe que se estaba fraguando al otro lado del Ebro.

Después, cuando tuve la ocasión de examinar los porcentajes y los mapas, no pude evitar una cierta sensación de jet lag informativo. Mientras los medios vascos hablaban de “cambio de ciclo” para subrayar la debacle del PNV y el ascenso de EH Bildu, los medios españoles hablaban de “cambio de ciclo” para consignar el avance de las derechas y la retirada de las alianzas progresistas. Me queda un gusto agridulce. Las nuevas coordenadas que asoman en la política vasca pueden tener un alcance de mecha corta si los soldados de Ayuso convierten la política española en un páramo impracticable.

Me preguntan cómo interpreto el abismo entre estas dos realidades y no sé qué decir. Por un lado, cualquier mensaje amistoso con los pueblos del Estado puede terminar en un malentendido. Las sugerencias y las palabras de aliento corren el peligro de sonar paternalistas, mucho más ahora que las izquierdas estatales atraviesan un momento de confusión y desarme. De hecho, ni siquiera desde Euskal Herria podemos ofrecer grandísimas lecciones. También nosotros padecemos instituciones conservadoras, privatizaciones, retrocesos democráticos y una degradación indecorosa del debate público.

Por otra parte, la solidaridad y la empatía deben seguir una trayectoria horizontal, de tú a tú, de reconocimiento y respeto recíproco. A muchos nos sonó extraño que Yolanda Díaz viajara a Donostia en plena campaña electoral para amonestar a EH Bildu por haber rechazado la reforma laboral en el Congreso, sobre todo si tenemos en cuenta que esa ley es todavía hoy repudiada por la mayoría sindical vasca. De la misma forma, sonaría extraño que el soberanismo vasco, agrupado a través de una coalición amistosa de partidos, se ofreciera como ejemplo y modelo para otras geografías. También Euskal Herria aprendió de experiencias ajenas como el Frente Amplio de Uruguay.

La unidad electoral de la izquierda española no ofrecerá por sí sola una respuesta mágica al desastre ni será el bálsamo de Fierabrás que le pare los pies a la apisonadora ultraderechista. Hay que afrontar un debate de mayor calado pero antes es necesario dejar de buscar culpables para empezar a buscar soluciones. En los momentos de desorientación toca repetir lo evidente: si la izquierda política abandona las calles, las plazas, los centros de trabajo y las asambleas estudiantiles, se expone a llegar a las elecciones como un estudiante que rindiera un examen sin haber abierto un libro durante todo el curso.

«Perdonad el abuso de confianza, pero creo que los conductores de esta nave no deben su generosidad a las negociaciones sino a las clases populares, a la gente que se arrastra para llegar a fin de mes, para pagar la luz o la cesta de la compra, a los perseguidos, a los desahuciados, a esa mayoría trabajadora que hoy ve sus esperanzas hundidas en un horizonte de tinieblas.»

Incluso en el juego de sillas de las instituciones es necesario recordar que las siglas no deben ser un fin sino un medio, una herramienta, un martillo. La izquierda, precisamente la izquierda, no puede darse el lujo de reducir la democracia a un ejercicio olímpico de compromiso electoral que ejercemos cada cuatro años. Siempre hay un futuro por escribir y ese futuro lo escribirán los pueblos, con partidos o sin ellos, desde las entrañas de la derrota si fuera necesario. Decir esto no es más que decir lo obvio. Pero cuando algo parece la cosa más obvia del mundo, dice Bertolt Brecht, significa que hemos abandonado cualquier intento de comprender el mundo.

Oigo por ahí que los partidos de izquierdas deben demostrar altura de miras y renunciar a sus rencores con tal de lograr un punto de encuentro, un acuerdo de mínimos, un tablón salvavidas que los rescate del naufragio. Hace falta, escucho, generosidad mutua. Perdonad el abuso de confianza, pero creo que los conductores de esta nave no deben su generosidad a las negociaciones sino a las clases populares, a la gente que se arrastra para llegar a fin de mes, para pagar la luz o la cesta de la compra, a los perseguidos, a los desahuciados, a esa mayoría trabajadora que hoy ve sus esperanzas hundidas en un horizonte de tinieblas. No lo hagáis por vosotros. Hacedlo por ellos.

Te puede interesar
Te puede interesar