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Imagen de Dani Gago

Irene Montero es un diván

En medio de una guerra de mentiras, el progresismo le tiene miedo a la verdad

06/06/2023 11:06 h

Irene Montero es un diván

En medio de una guerra de mentiras, el progresismo le tiene miedo a la verdad

No sé si es verdad que en las negociaciones de coalición entre Sumar y Podemos se ha explicitado un veto a la ministra de Igualdad, Irene Montero, pero lo que sí es cierto es que desde hace varios días la derecha publicada y la progresía estupenda están pontificando, con más o menos solemnidad, sobre la necesidad imperiosa de tirar a Montero por la borda bajo el argumento de que “está muy quemada” y que “no suma”.

Más allá de la torpeza analítica que supone este argumento, que de facto supone tirar por la borda el capital simbólico del feminismo popular, que es la potencia política que representa Irene Montero, el patrimonio colectivo que ha situado a España en la vanguardia internacional de los derechos feministas y LGTBI, detrás se esconde la necesidad de ir a terapia con urgencia, al menos antes del viernes que acaba el plazo de registro de coaliciones electorales.

La derecha tiene muy bien resueltos sus complejos, de hecho, no tiene complejos, y por eso avanza sin oposición o, mejor dicho, por incomparecencia de adversarios. La derecha no necesita disfrazarse de lagarterana para ganar, ni siquiera esconder su programa, porque previamente ha ganado la batalla cultural, un proyecto descivilizatorio adornado de rebeldía y usando la libertad como trampantojo. El gran partido leninista que hay en España es el PP.

Sin embargo, en medio de una guerra de mentiras, el progresismo le tiene miedo a la verdad, a llamar a las cosas por su nombre, a admitir y explicar la realidad y a tomar medidas valientes cuando llega a las instituciones. Nos llevaríamos más de una desagradable sorpresa si analizáramos cuántas desprivatizaciones se han llevado a cabo en los años que el progresismo ha gobernado ayuntamientos tan importantes como los de Cádiz, Zaragoza, Barcelona, Madrid o Valencia.

Muchas manzanas verdes, kilómetros y kilómetros de carriles bici y avenidas preciosas llenas de árboles, cabalgatas pintorescas, bancos y columpios para que jueguen los niños, pero quienes limpian esas manzanas, mantienen los carriles bici, podan los árboles o lavan el culo a los abuelos cada mañana son trabajadores y trabajadoras de una contrata cuya plusvalía es una transferencia de dinero público y la materia prima, los sueldos bajos de los operarios.

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Arbolar una avenida es necesario y deseable, sin duda, pero lo que genera problemas es desprivatizar un servicio público, porque hay que aguantar la respiración y las portadas y portadas de los medios de comunicación locales que reciben publicidad de las empresas que gestionan los jardines, la limpieza viaria, la seguridad de los centros vecinales o la ayuda a domicilio. Digo publicidad para no generalizar, porque lo que ocurre en demasiadas ocasiones es que las empresas que gestionan los servicios públicos de los ayuntamientos son accionistas directos de los medios de comunicación locales.

Y ahí es cuando viene el problema. Cuando el dilema es entre perder las próximas elecciones o dar la batalla ideológica y mejorar la vida de la gente, lo que suele ganar es la lógica electoral. Spoiler: quienes gobiernan con miedo, además de perder las elecciones, también pierden la hegemonía social para las futuras generaciones. En los cuatro años del periodo de Manuela Carmena, hubo tiempo para denunciar a unos titiriteros por apología del terrorismo, pero no se construyó ni una sola vivienda de protección en una ciudad donde vivir en un habitáculo que no sea un zulo es prohibitivo hoy y lo era hace ocho años.

Y ahí, en ese marco, es donde entra en juego Irene Montero, que funciona como un espejo que proyecta en quienes la vetan todo lo que ellos no harían. Irene Montero seguramente haya podido cometer errores, pero nadie la puede acusar de no haber defendido con uñas y dientes el camino correcto, que es siempre la justicia, la igualdad y la libertad y nunca los juegos de salón que dio lugar a la impugnación del régimen bipartidista en 2011.

Quienes quieren vetar a Irene Montero necesitan sentarse en un diván para resolver por qué les asusta tanto una mujer que dice lo que hace y hace lo que dice, que da siempre la batalla más difícil por complicada que sea. De haber sido más disciplinada, a buen seguro no habría tenido que soportar que las ecografías de sus hijos apareciesen publicadas en medios de comunicación, drones volados por Ok Diario enfrente del Ministerio de Igualdad, soportar un acoso de la ultraderecha durante dos meses en la puerta de su casa familiar o no poder salir con sus hijos a jugar al parque porque su servicio de seguridad se lo desaconseja. Ponerse de perfil seguramente le hubiese rentado más, tendría mejor prensa y al poner su nombre en el buscador de Google no aparecía diabolizada.

«Clara Campoamor no pudo volver a ser diputada después de conseguir el voto femenino porque ningún partido la quiso llevar en sus listas.»

Todo lo malo que pueden argumentar contra Irene Montero es que, aunque es muy buena ministra, los medios de comunicación la han quemado porque ha ido muy lejos en defender la agenda feminista. La violaron porque se lo merecía, iba con falda muy corta y provocaba; le pegaron por maricón pero se lo merecía, con esas pintas de nenaza no se puede salir de casa; lo han echado del trabajo pero se lo merece, hizo huelga para que se cumpliera el convenio y eso no se puede hacer, ha ido muy lejos. “Las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo”, que dijo la feminista afroamericana Audre Lorde.

Detrás del intento de veto a Irene Montero se esconde un intento de disciplinamiento no contra ella, que también, sino contra todas las mujeres que se atrevan a llegar tan lejos, contra las feministas que el 8M de 2018 llenaron las calles para decir que no querían la mitad de un mundo injusto, sino que lo querían cambiar todo. Todo es todo. El reparto del tiempo, la distribución de la riqueza y los centros de poder.

Las feministas son cómodas cuando se comportan como burguesas al estilo Carmen Calvo y juegan al mujerismo, cuando a lo máximo que se atreven es a dividir en dos el capitalismo y convertir en una medida liberadora aprobar un decreto para que los consejos de administración del IBEX-35 sean paritarios. El problema viene cuando una mujer, además joven e hija de un mozo de mudanzas, que trabajó de cajera de supermercado, utiliza el feminismo para defender a las señoras de la limpieza que le limpian las mesas presidenciales a los directivos y directivas de los consejos de administración del IBEX-35.

Cuando las mujeres trans eran folclorizadas y servían para ser el hazmerreír de la sociedad, incluso para dar una nota de color a la progresía que sólo es rebelde de cintura para abajo, no había ningún problema de borrado de las mujeres en España. El problema viene cuando Irene Montero impulsa una ley que convierte a las personas trans en sujetos de pleno derecho para que nadie nunca más folclorice ni convierta en un chiste las vidas trans.

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Irene Montero no es sólo una referencia de Podemos, sino de todas aquellas mujeres que en 2018 llenaron las calles de las ciudades y pueblos españoles para decir que querían feminismo para desayunar, para comer y para cenar. Feminismo para cambiarlo todo. Un feminismo del consentimiento en el que quepan las putas, las empleadas de hogar, las enfermeras, las limpiadoras, las auxiliares de ayuda a domicilio, las lesbianas, las mujeres en silla de ruedas, las jubiladas, las jornaleras, las gordas, las pueblerinas, las desempleadas, las cajeras, las trans y todas y todos los que viven en los márgenes.

El autoritarismo, que sabe mejor que la progresía estupenda el modelo de sociedad que se está disputando, ha puesto a Irene Montero en su diana porque la ministra de Igualdad representa justo lo contrario del mundo al que nos quiere llevar el proyecto descivilizatorio de la derecha. Quienes están vetando a Irene Montero, y arengando para que dé un paso atrás, necesitan resolver sus demonios interiores que nos afectan como sociedad, que no es ni más ni menos el resultado de de que la democracia en nuestro país sea una anécdota breve y que como proyecto colectivo estemos edificados sobre siglos de persecución a quienes defendían ideas democratizadoras.

Clara Campoamor no pudo volver a ser diputada después de conseguir el voto femenino porque ningún partido la quiso llevar en sus listas. Lo cuenta de una manera excepcional y estremecedora la propia Campoamor en ‘El voto femenino y yo: mi pecado mortal’, un libro que debería ser lectura obligatoria para conocer el alto precio que han pagado las mujeres que se han atrevido a lo largo de la historia y como su soledad con el paso del tiempo se acaba convirtiendo en patrimonio colectivo

La valentía, en este país de silencios, en lugar de generar olas de solidaridad, históricamente ha provocado susurros: “Algo habrá hecho”. Es la cultura de la Inquisición, que en ningún lugar de Europa funcionó con tanta eficacia como en España, donde los acusados de herejía eran paseados hasta la plaza del pueblo para celebrar los autos de fe entre la algarabía popular y los balcones y fachadas de las familias hidalgas engalanados con bordados y flores para el festejo.

Hasta hace poco, quienes ahora se afanan en tirar por la borda a Irene Montero, dedicaban loas insufribles a Sanna Marin, la exprimera ministra de Finlandia que fue atacada por la ultraderecha de su país. Los inquisidores patrios recitaban loas a su feminismo, juventud y valentía en una sociedad, la finlandesa, que la juzgó por ser mujer, joven e irse de fiesta con sus amigos. Otra característica de la progresía estupenda es la hipocresía. Candiles de puerta ajena lo llama mi madre, que no es politóloga, pero que repite a diario que a quien más ataque Ana Rosa Quintana es a quien ella va a votar.

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